En seguida subieron a acostarse, porque empezaba a sentirse frío, y ambos estaban agotados. Constanza se agazapó junto a él, toda encogida de brazos, y se durmieron casi en seguida, perdidos los dos en el msimo sueño. Así reposaron sin moverse, hasta que el sol se alzó por encima del bosque y empezó a aclarar. Entonces Mellors se despertó y contempló la luz. Las cortinas estaban corridas. Escuchó las llamadas salvajes de los mirlos y zorzales en el bosque. Debía hacer una mañana resplandeciente: eran las cinco y media, la hora en que él se levantaba de ordinario. ¡Qué profundamente había dormido! ¡Era una día tan nuevo!... La mujer permanecía agazapada en su sueño. Le pasó la mano sobre el cuerpo, y Constanza abrió los ojos azules y sorprendidos, sonrió aún inconsciente, al mirarle.
—¿Te despertaste ya? —dijo ella. Él la miró en los ojos. Sonrió y la besó. Y de pronto Constanza se despertó por completo, y se sentó en el lecho.
—¡Decir que yo estoy aquí!... Lanzó una mirada circular a la pequeña habitación blanqueada de cal, con su techo en pendiente y su ventana abierta en el aguilón y en la cual las cortinas blancas permanecían corridas. El cuarto no tenía otros muebles que una pequeña cómoda pintada de amarillo y una silla; y la pequeña cama blanca en la cual ella estaba acostada con él.
—¡Decir que estamos aquí! —insistió Constanza, mirando a Mellors.
Este estaba tendido contemplándola y le acariciaba los senos con los dedos bajo la delgada camisa. Cuando era así cálido y suelto, tenía el aire joven y hermoso. ¡Y sus ojos parecían a menudo tan caídos!... Y ella era fresca y joven como una flor.
—Deseo quitar eso —dijo, juntando los pliegues de la ligera camisa de batista, y sacándola por encima de la cabeza. Constanza estaba sentada, las espaldas desnudas, sus senos un tanto largos, vagamente dorados. Él se divertía en hacer oscilar aquellos senos como si fueran campanas.
—Es necesario que tú también te quites el pijama.
—Pero no ...
—Sí, sí, —ordenó Constanza. Y Mellors se sacó su viejo pijama de algodón y arrojó el pantalón. Salvo en la manos, la muñeca, el cuello y la cara, era blanco como la leche, con una carne fina y musculosa. De repente, Constanza le encontró nuevamente una belleza punzante, como esa tarde en que le vio cuando se lavaba.El oro del sol golpeaba en las cortinas corridas. Ella sintió que el sol quería entrar.
—¡Oh, abramos entonces las cortinas! ¡Los pájaros cantan tan fuerte! ¡Deja entrar el sol! Él se deslizó fuera de la cama, dando la espalda a Constanza, desnudo y delgado, y se dirigió hacia la ventana, un poco encorvado. Abrió las cortinas y miró afuera un momento. Su torso era blanco y fino, sus pequeñas nalgas de una exquisita y delicada virilidad, su nuca bruñida y delicada, y a pesar de ello sólida.Había un a fuerza interior, no exterior, en ese hermoso cuerpo delicado. —¡Pero si eres bello!
– dijo ella - ¡Tan puro y tan fino! ¡Ven! Constanza tendió los brazos. Él tenía vergüenza de volverse a causa de su desnudez erguida. Recogió su camisa del suelo y se cubrió para acercarse a ella.
—No —dijo Constanza, exhibiendo siempre sus bellos brazos delgados y sus senos pendientes.—- ¡Quiero mirarte! Mellors dejó caer la camisa y se mantuvo inmóvil, la mirada vuelta hacia ella. El sol, por la ventana baja, lanzaba un rayo que alumbraba las caderas y el vientre delgado, y el falo erguido, que se alzaba sombrío y cálido, sobre la pequeña nube resplandeciente de pelos de un rojo dorado. Ella estaba sorprendida y asustada.
—¡Extraño! —dijo lentamente.
— ¡Qué aspecto extraño tiene allí! ¡Y tan grande! ... ¡Tan sombrío y seguro de sí mismo! ... ¿Es así? La mirada del hombre descendió a lo largo de su cuerpo blanco y delgado, y rió. Entre sus tetillas, los vellos eras oscuros, casi negros. Pero en la raíz del vientre, allí donde se elevaba el falo, espeso y encorvado, eran de un rojo dorado, brillantes como una pequeña nube.
—¡Tan arrogante! —murmuró ella inquieta.— ¡Y tan señorial! Ahora comprendo por qué los hombres son tan arrogantes. ¡Pero, en el fondo, tan bello!... ¡Como un ser diferente a ti! ¡Un tanto terrible, pero hermoso, después de todo! ¡Y viene hacia mí!
Constanza mordió su labio inferior, temerosa y turbada. El hombre miraba en silencio el talo tenso que no cambiaba. —Sí —dijo por fin, — sí hijo mío; tú eres algo que está bien, en efecto. ¡Puedes alzar la cabeza! Estás ahí, en tu casa, y no debes cuentas a nadie. ¿Eres el amo? ¿Eres mi amo? Y bien; eres más vivo que yo y hablas menos. ¡John Thomas! ¿Es a ella que deseas? ¿Deseas a lady Jane? ¡Me hiciste zambullirme de nuevo! Puedes enorgullecerte de ello. ¡Sí, y te yergues sonriendo! ¡Toma, entonces! ¡Toma a lady Jane! Di: “Puertas, abríos de par en par, y el rey de la gloria entrará”. ¡Ah, qué descaro! ¡Una vulva, eso es lo que necesitas! ¡Di a lady Jane que necesitas una vulva! ¡John Thomas y la vulva de lady Jane!...
—¡Oh! No le fastidies —dijo Constanza, arrastrándose en sus rodillas sobre la cama y rodeado con sus brazos los riñones de su amante y atrayéndolo hacia ella, de suerte que sus senos pendientes y oscilantes tocaban la punta del falo erguido. Mantenía al hombre firmemente abrazado.
—¡Acuéstate! —dijo él.— ¡Déjame entrar! Tenía urgencia, ahora. Y luego, cuando quedaron perfectamente tranquilos durante algún tiempo, la mujer quiso descubrir nuevamente al hombre, para contemplar el misterio del falo.
—Y ahora es muy pequeño y tierno como un diminuto botón de vida. ¿Verdad que es bello? ¡Tan independiente., tan extraño! ¡Y tan inocente! ¡Y entra en mí profundamente!... Es necesario no ofenderlo nunca, ¿sabes? ¡Es también mío! ¡Tan bello y tan inocente! —y sostenía el pene suavemente en su mano.
Él ríó. —¡Bendito sea el lazo que une nuestros corazones en un mismo amor! —dijo.
—Sin duda —contestó Constanza.— Hasta cuando es pequeño y tierno, siento mi corazón completamente encadenado a él. ¡Y qué hermoso es tu pelo aquí! ¡Completamente distinto a los otros!
—¡Son los pelos de John Thomas y no los míos!
—¡John Thomas! ¡John Thomas! —y ella dio un beso rápido al tierno pene, que empezó nuevamente a temblar.
—Sí —dijo el hombre, al estirarse casi dolorosamente.— Tiene su raíz en mi alma. Y a menudo, no sé qué hacer con él. Es terco y difícil de satisfacer. Sin embargo, no desearía perderlo.
—Comprendo por que los hombres tuvieron siempre miedo a eso —dijo Constanza.— ¡Es terrible!
H.D: Lawrence.
un abrazo, la paz,un tierno y humedo beso, la paz,una dulce caricia, la paz... y hacemos un amor silencioso.
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